Velázquez, pintor cortesano

Álvaro Rodríguez-Peral

 

La historia de Diego Rodríguez de Silva y Velázquez es la historia de unas manos certeras al servicio de una retina prodigiosa y un cerebro privilegiado. Su obra atestigua una increíble capacidad de penetrar en la realidad y plasmarla óleo sobre lienzo, con una justeza de tono, color y dibujo y una facultad de síntesis que tuvo comienzo con su naturalismo tenebrista y que desembocó en unas formas casi carentes de materia, en figuras etéreas, y que sin embargo son, como dijo Antonio Palomino, «verdad, no pintura».

Nació en 1599 en Sevilla de una familia modesta, portuguesa por parte de padre. La ciudad contaba con alrededor de ciento cincuenta mil habitantes y su monopolio comercial con las Indias suponía uno de los principales motivos de atracción para gente de todos los tipos, pelajes y oficios, entre ellos los artistas. Por aquel entonces España acababa de enterrar al excelso rey Felipe II, y sin embargo era la potencia más grande y temida del mundo. Las antiguas monarquías europeas, España, Francia e Inglaterra, se disputaban el dominio del continente en una encarnizada lucha, tanto política como religiosa, una combinación de factores que produjo un complejo entramado de alianzas que desembocó en la guerra de los Treinta Años.

En esta agitada Europa, sin embargo, consiguió emerger una potencia aún más fuerte y que se impuso a todos los demás poderes y disputas: la potencia creativa. Entre tanto conflicto surgieron figuras irrepetibles en la historia, que no son ni más ni menos que los Rembrandt, Rubens, Van Dyck, Bernini y, cómo no, Velázquez.

La vida de Velázquez se resume en su actividad artística, en la que podemos cifrar cerca de ciento treinta o ciento cuarenta obras con certeza o cuasicerteza —si bien las cifras varían tanto por exceso como por defecto—. A excepción de sus dos aventuras italianas, el pintor no salió de su taller, en Sevilla primero y en el Alcázar de Madrid después. Comenzó su andadura en el taller del siempre poco amable Francisco Herrera el Viejo en 1609, ingresando en el taller de Francisco Pacheco un año después. Pacheco fue un teórico del arte y pintor, cuyo taller era lugar de reunión de cultos, nobles, músicos y poetas. El que sería posteriormente suegro de Velázquez, al casarse este con su hija Francisca, supo desde el primer momento que ese aprendiz era un genio. A pesar de que Pacheco no alcanzó una gran fama ni un extendido reconocimiento pictórico, supo formar a Velázquez en todos los ámbitos de su vida, sentando las bases de lo que sería el pintor en el futuro, un hombre culto, un estudioso ávido de ganas de aprender y un genio con los pinceles como pocos dio la historia del arte.

 

(Fragmento del artículo publicado en el número 9 de nuestra revista. Para leer más, haz click a continuación).

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