Después del final de la primera guerra púnica, la península ibérica se convirtió en una verdadera colonia de explotación al servicio de Cartago y de la influyente familia norteafricana de los Bárcidas. Año tras año, los insaciables gobernadores cartagineses exprimieron los cotos mineros de Andalucía, convirtieron las fértiles tierras del valle del Guadalquivir en el granero de la metrópoli e hicieron de Cartago Nova la fastuosa capital púnica en territorio peninsular, una ciudad dinámica poblada de talleres donde se fabricaban pertrechos navales y armamento, y donde se fundían metales.