Javier Martínez-Pinna
En un ocasión Pedro Laín Entralgo, médico, historiador y filósofo, director de la Real Academia Española entre 1982 y 1987, se refirió con el apelativo de Generación de Sabios a la generación científica española de la década de 1880, caracterizada por el despegue de nuestra ciencia hacia lo producción propia y la internacionalidad. Entre los miembros de este selecto grupo tenemos a Marcelino Menéndez Pelayo, Francisco Más y Magro, Jorge Francisco Tello Muñoz y, por encima de todos, a don Santiago Ramón y Cajal, una de las figuras cimeras en la historia de la ciencia española y un reconocido humanista con una visión preclara sobre nuestra historia y los problemas a los que se debería enfrentar la nación, tanto en su época como en tiempos venideros: «En mi calidad de anciano, que sobrevive, no puedo menos de cotejar los luminosos tiempos de mi juventud, ennoblecidos con la visión de una patria común henchida de esperanzas, con los sombríos tiempos actuales, preñados de rencores e inquietudes. Convengamos, desde luego en que moramos en una nación decaída, desfalleciente, agobiada por las deudas, empequeñecida territorial y moralmente, en espera de angustiosas mutilaciones irreparables.» (El mundo visto a los ochenta años)
Santiago Ramón y Cajal no solo fue el padre de la neurociencia moderna. También fue artista, fotógrafo, jugador de ajedrez, escritor y editor, por lo que, durante sus últimos años de vida preparó nuevas reediciones de su obra anterior y escribió su autobiografía, El mundo visto a los ochenta años, donde refleja una visión íntima y muy personal de la historia de España, en la que muestra una enorme capacidad de anticipación de los graves problemas que sufriría la nación en tiempos venideros.
Uno de los males sobre los que Cajal llamó la atención para comprender las causas profundas de la larga crisis española desde el siglo XVII es la intromisión de dinastías extrañas en la política nacional, en clara alusión a los Austrias, con insaciables ansias de imperialismo europeo y que llevaron a cabo una política que provocó el agotamiento de los recursos nacionales y la dilapidación de las riquezas procedentes del Nuevo Mundo. Al margen de consideraciones previas, en El mundo visto a los ochenta años, muestra su preocupación por lo que denominó como la «atonía del patriotismo integral español»: «el patriotismo español, apático o latente, pero jamás anulado en absoluto, alcanzó de repente, en 1808, con la guerra de la Independencia ̶ que nos sorprendió, como siempre, sin soldados, sin dinero y sin material ̶, notable pujanza». De igual forma, recordando la valentía de los soldados españoles, tal y como había presenciado en Cuba, Cajal mostró su desazón por la situación y la escasa motivación del ejército y de sus hombres «cuyo brevísimo servicio en las filas no consiente la adquisición de instrucción militar suficiente ni el contagio confortador del amor al regimiento y del sentido patriótico». Como vimos, su experiencia cubana influyó decisivamente en su pensamiento, al igual que su rechazo al nacionalismo excluyente y sectario que desde finales del siglo XIX empieza a extenderse por distintas regiones españolas, sobre todo en Cataluña y entre los vascos: «Diéronse al olvido, caso en que los hubiera en forma larvada, antipatías y recelos regionales… con ocasión de la guerra de Cuba, dieron los catalanes nuevo testimonio de amor a la patria común, enviando a las Antillas brillante legión de voluntarios, que se batieron ̶ y esto lo presencié yo ̶ como leones, junto al ejército regular y al lado de la noble y espolísima hueste de voluntarios asturianos».
Ante esta situación, continúa diciendo Cajal, se sintió entusiasmado por ver estos sacrificios que obedecían, únicamente, al amor compartido hacia la lejana metrópoli: «padecerá eclipses, atonías, postraciones como las han padecido otros pueblos. De su letargo actual, contristador y deprimente, se levantará algún día, cuando… obre el milagro de galvanizar el corazón desconcertado de nuestro pueblo, orientando las voluntades hacia un fin común: la prosperidad de la vieja Hispania». En cuanto al desastre del 98, descarga de responsabilidad al ejército español, que era perfectamente consciente de la superioridad de la escuadra de EEUU y de los recursos inagotables de la más poderosa nación del mundo. Para Cajal, el principal responsable del fracaso fue el Gobierno imprevisor que no supo reaccionar ante los anhelos y peticiones procedentes de la colonia y que, de forma quijotesca, envió a los marinos españoles a enfrentarse a los yanquis «invitándoles a un sacrificio imbécil e infecundo». Las consecuencias de la derrota fueron dos: la desconfianza hacia el ejército al que, de forma injusta se le imputaba el fracaso y, aún más importante, la génesis del separatismo en algunas regiones de España, disfrazado de regionalismo, como era el caso de Solidaridad catalana, con «miras electorales y facciosas», que logró aglutinar a todas las fuerzas vivas de Barcelona, desde el carlismo hasta los separatistas como Prat de la Riba o Cambó, «mientras tanto, continuaron las campañas de la Lliga: propagandas exasperadas que impresionaron al Gobierno y culminaron y cristalizaron en la obtención de la Mancomunidad, concesión forzada que, lejos de purificar el ambiente antiespañol, sólo sirvió para acrecentar sus estragos. Las plumas catalanas se desataron contra el odioso centralismo español, el chivo bíblico portador de todas las culpas. Y Madrid compartió con España el desprestigio causado por la imprudencia de la vieja política de los partidos de turno y de la inexplicable impunidad de la propaganda secesionista».
En El mundo visto a los ochenta años carga contra el odio infundado hacia Castilla y Madrid, inoculado por la minoría privilegiada de las que él considera provincias más mimadas del Estado. También se mostró especialmente crítico contra los gobiernos, faltos de personalidad y valentía, que se dejaron amedrentar y ofrecieron nuevos privilegios a costa de unas provincias unitarias y leales a la patria que, de esta manera, quedaron empobrecidas y sin una industria propia: «Ya para coronar la obra de decapitación de la corte, y del empobrecimiento de Castilla, la Asamblea revolucionaria decretó una Constitución que reconoce y proclama el derecho de las regiones a organizarse en régimen de amplia autonomía no solo administrativa, a semejanza de las provincias vascas, sino política, social, universitaria, de orden público, etc. Ello implica la cesión de todas las contribuciones más saneadas remuneradoras (añadimos que este siempre ha sido el principal objetivo de los partidos nacionalistas controlados por las élites económicas regionales)». Curiosamente, en referencia al problema del nacionalismo, Cajal siempre consideró que lo mejor del pueblo vasco, catalán y de otras regiones con tensiones independentistas, compartían los mismos sentimientos de amor a España; lo que a él más le preocupaba eran «las masas fanáticas y los avispados que los gobiernan» que, al final, podrían provocar (como de hecho ocurrió) la pérdida o progresiva tibieza de esa entrañable y superior cordialidad de sentimientos fraternos entre los españoles. Por supuesto, se muestra contrario al aumento de la autonomía en las regiones con fuerte presencia independentista por las «pérfidas intenciones de las personas encargadas de aplicarlos», refiriéndose a los Estatutos de Autonomía, por su interés de avivar los conflictos internos (ante un Estado débil es más fácil conseguir nuevos privilegios) y el odio hacia las regiones unitarias y, sobre todo, porque la evolución lógica de estos Estatutos, diferenciadores, llevaría irremediablemente a la petición de plena independencia.
Tampoco se olvida del nacionalismo vasco: «No me explico este desafecto a España de Cataluña y Vasconia. Si recordaran la Historia y juzgaran imparcialmente a los castellanos, caerían en la cuenta de que su desapego carece de fundamento moral, ni cabe explicarlo por móviles utilitarios. A este respecto la amnesia de los vizcaitarras es algo incomprensible. Los cacareados fueros, cuyo fundamento histórico es harto problemático, fueron ratificados por Carlos V en pago de la ayuda que le habían prestado los vizcaínos en Villalar, ¡estrangulando las libertadas castellanas! … ¡Cuánta ingratitud tendenciosa alberga el alma primitiva y sugestionable de los secuaces del vacuo y jactancioso Sabino Arana.».
Defensor de las propuestas regeneracionistas de Costa, Cajal consideró necesario defender la unidad moral de la península y «fundir las disonancias y estridores espirituales en una sinfonía grandiosa». Para solucionar los males que aquejaban a la patria, propone la industrialización y la intensificación de la producción agraria. España debería de emular los triunfos industriales, científicos y políticos de otros países que gozaban de gran consideración en todo el mundo. También hizo suya la frase de Séneca: nadie ama a su nación por ser grande, sino por ser suya, por lo que es necesario transmitir todo aquello que, en vez de separarnos, nos une. Aun así, en sus últimos años de vida brota un cierto aire pesimista que le lleva a asegurar, en referencia al problema independentista que, tal vez, sería mejor ceder ante sus pretensiones ya que: «triste es reconocer que la verdad no llega a los ignorantes porque no lee ni sienten y deja fríos cuando no irritados a los vividores y logreros».
A pesar de todo, en El mundo visto a los ochenta años finaliza su particular visión de la historia con un ruego: «cuando se tiene la desdicha de vivir demasiado, se confirma la teoría de los ciclos históricos. Mi existencia se ha encuadrado entre dos revoluciones similares, aunque algo dispares: entre las ignominias del cantonalismo de 1873 y la revolución con miras autonomistas de 1931. ¡Quiera Dios que en el intervalo de estos sesenta y un años haya surgido en nuestro cerebro, antaño prepotente y señero, el lóbulo de sentido político y prudente tolerancia! ¡Y quiera Dios también concedernos perspicacia bastante para no facilitar con nuestras locuras el cumplimiento del aciago vaticinio tan temido por Cánovas… la separación definitiva de la España supraibérica ensoñada por Napoleón y en siglos remotos por Carlomagno. »