QUEVEDO. EL PROBLEMA DE ESPAÑA

 

En estos arduos tiempos en los que dudamos de nosotros mismos, de nuestros valores y de nuestra propia civilización, no está de más recordar al que podemos calificar como el más popular de entre todos los autores de nuestro Siglo de Oro, en parte porque su poesía expresó unas preocupaciones y unas vivencias que con el paso del tiempo se demostraron universales. Su figura en el imaginario colectivo es la de un consumado espadachín, hábil en el uso de la pluma y el acero, aunque en esta ocasión queremos destacar que Quevedo fue el primero de esos grandes hombres que se preguntó por el problema de España, un intelectual que se lamentó de la decadencia de la patria atribuida a la acción de los enemigos extranjeros y a la negligencia de los propios españoles. A pesar de todo, su sentido patriotismo le impulsó a manifestar confianza en un futuro glorioso: «será la tierra teatro de sus victorias; será el mar campaña de sus trofeos, el cielo será el templo en cuya bóveda resplandeciente vuelque sus católicos despojos».

Laus Hispaniae. Revista de Historia de España.

Francisco de Quevedo y Villegas nació en Madrid en septiembre de 1580 durante el reinado de Felipe II,  en el momento de máximo esplendor de la monarquía hispánica, cuyos ejércitos se paseaban invencibles por los campos de batalla de media Europa. Fue el tercero de los hijos de una familia hidalga montañesa, formada por Pedro Gómez de Quevedo y su esposa Ana de Santibáñez, que había tenido la fortuna de ingresar en el alto funcionariado ocupando puestos de responsabilidad en la corte de Felipe II. La naturaleza, siempre caprichosa, decidió no ser demasiado generosa con el pequeño Francisco, ya que, tuvo la mala suerte de nacer cojo, con los pies deformes y con una severa miopía, convirtiéndose en la víctima propiciatoria de los otros niños de la corte, los cuales le hicieron la vida imposible, por lo que decidió entregarse a la lectura y así alejarse de la perniciosa influencia de sus malintencionados y pazguatos compañeros de juegos. Esta no fue la única desgracia que tuvo que superar en sus años de niñez, porque cuando sólo contaba con seis años tuvo que afrontar la terrible pérdida de su padre lo que, sin lugar a dudas, terminó agriándole el carácter, como si el destino hubiera querido adelantar una especie de Cyrano español, real e inteligente, en tiempos controvertidos y difíciles.

Su ingenio fue prontamente reconocido por sus profesores del Colegio Imperial de la Compañía de Jesús, y también en la Universidad de Alcalá hacia donde se dirigió para estudiar Teología. Fue durante estos años universitarios cuando empezó a mantener correspondencia con el humanista belga Justo Lipsio, el cual le transmitió su interés por el estudio de los clásicos y por el estoicismo, pero en una forma que fuese compatible con el humanismo cristiano, y tomando como modelo de partida la obra de Séneca.

Uno de los momentos más decisivos en su biografía, fue su estancia en la ciudad de Valladolid, mientras ésta fue sede de la corte entre 1601 y 1606, ya durante el reinado de Felipe III. Allí empezaron a circular los primeros poemas de Quevedo en los que parodiaba e incluso ridiculizaba la obra de Góngora, iniciándose desde ese momento una aparente enemistad (puesta en duda por muchos estudiosos) motivada por la lógica rivalidad entre dos de los autores más atrabiliarios de nuestra literatura.

Góngora plasmó el llamado culteranismo en su obra, lo espiritual de la palabra, mientras Quevedo se afanaba en el concepto y la polisemia de las palabras, en lo conciso y en lo breve. Lo barroco frente a lo sobrio. Los estudiosos del tema no se ponen de acuerdo en las razones de la rivalidad de Quevedo y Góngora, quizá fuese un simple ardid de Quevedo para subirse a la espalda de un ya consagrado Góngora. Un burlón y cojitranco Quevedo, bajo el seudónimo de Miguel de Musa, utilizó la ya conseguida fama del andaluz Góngora para satirizarlo y auparse social y económicamente en un difícil juego de subsistencia. Las lindezas que se susurraron cariñosamente iban del “Francisco de Quebebo” de Góngora al “clérigo huraño, homosexual, amigo de los naipes y judío” de Quevedo, acusación ésta última, judío, muy peligrosa en aquella época. Aunque quizá los lectores reconozcan por encima de todo el famoso soneto de Quevedo “A una nariz pegado”, que redundaba en lo semita.

De vuelta a Madrid haría amistad con personajes con Lope de Vega o Miguel de Cervantes, y enemistad a partes iguales con Juan Pérez de Montalbán y con Juan Ruiz de Alarcón, atacando a éste último por pelirrojo y jorobado. Pensamos que Quevedo fue un hombre de enormes contradicciones, defectos y cambios de humor, tanto como genial y polifacético. En el año 1613 su amistad con Pedro Téllez-Girón, Gran duque de Osuna le llevará a trabajar dirigiendo y organizando la Hacienda del Virreinato de Nápoles. Paralelamente hizo las veces de espía de la República de Venecia, servicio que le valió el hábito de Santiago en el año 1618, y es vestido con este hábito con el que su imagen se ha perpetuado históricamente, pintado por Juan van der Hamen, pero atribuido por error durante mucho tiempo a Diego Velázquez.

En el año 1620 Quevedo caerá en desgracia junto con el grande de Osuna, y será desterrado a la villa de Torre de Juan Abad en Ciudad Real, del que exigirá la propiedad alegando que su madre lo había comprado para él con anterioridad, y pleiteando sine die con los vecinos a tal efecto. Allí se dedicará a convertirse en un Catón español, creando el neoestoicismo patrio en desarrollo del de Séneca, y pleiteando urbi et orbe con todo aquel que no tuviera la misma visión patria que él tenía, como la concesión del patronazgo de España a Teresa de Jesús en vez de a Santiago.

Con Felipe IV y el Conde Duque de Olivares vive unos años de gran creatividad, con obras originales y traducciones de clásicos, consagra su fama y también sus enemigos de manera magistral, de tal manera que en Rey Sacra, católica, real Majestad… denuncia las políticas del Conde Duque de Olivares, 1639, lo que le cuesta el encierro en el Convento de San Marcos en León. Con la caída del valido del rey podrá retirarse en Loeches en 1643, donde buscará su lado más espiritual y reestudiará a los estoicos, para finalmente retirarse a Torre de Juan Abad, donde seguía pleiteando por la propiedad, falleciendo finalmente en Villanueva de los Infantes el 8 de septiembre de 1645, y ganando el pleito por la propiedad de Torre de Juan Abad a título póstumo.

En sus escritos siempre manifestó  una obsesión por la defensa de la patria, al mostrarse convencido de la necesidad e inevitabilidad de la hegemonía de España en el mundo, algo que en pleno declive español tuvo que hacerle mucho daño. También se integró en la tradición del laus Hispaniae, instaurada por San Isidoro y utilizada por el propio Quevedo para tratar de recuperar los valores que hicieron poderosa a la patria. En una serie de obras como su España defendida, alabó la grandeza de sus más prestigiosos compatriotas, destacando la superioridad española en el campo de las letras, visible en autores como fray Luís de León, Jorge Manrique o Garcilaso de la Vega, pero también en el arte de la guerra, haciendo posible la victoria de las armas castellanas en sus enfrentamientos contra los árabes y el resto de potencias europeas durante el siglo XVI. Nostalgia, amargura, controversia, insatisfacción, malas cartas y supervivencia en una España muy difícil (¿cuándo no ha sido así?) para la gente de letras es lo que hizo de un buen poeta y un buen escritor al hombre llamado Quevedo que todos decimos conocer.  No podemos terminar este artículo sin recordar los sentidos versos de su inolvidable Miré los muros de la patria mía:

«Miré los muros de la patria mía,

si un tiempo fuertes ya desmoronados

de la carrera de la edad cansados

por quien caduca ya su valentía.

Salime al campo: vi que el sol bebía

los arroyos del yelo desatados,

y del monte quejosos los ganados

que con sombras hurtó su luz al día.

Entré en mi casa: vi que amancillada

de anciana habitación era despojos,

mi báculo más corvo y menos fuerte.

Vencida de la edad sentí mi espada,

y no hallé cosa en que poner los ojos

que no fuese recuerdo de la muerte.»

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