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Loa a Hispania de Isidoro de Sevilla

Jordi Núñez Zaragoza
 
Isidoro de Sevilla, de donde era Obispo, natural de Cartagena, en su Laus Hispaniae (s. VII), o en sus Etimologías, primera enciclopedia occidental, once siglos antes que la francesa, habla de la Hispania romana y la primera unificación política peninsular (incluida la actual Portugal) visigoda, fuente de la legitimación que buscaban para la comunión de la sociedad peninsular hispanorromana, proclamándose totus Hispaniae rex.
La loa de Isidoro a Hispania sería, pues, a toda la geografía física peninsular —la comunión de las actuales Portugal y España (y Andorra), con independencia de la geografía política actual—, por enunciar lo evidente, no a lo que entendemos hoy como España, e incluida la Narbonense, la antigua Septimania romana y la Occitania aragonesa. Un olvido recurrente, como la Hispania norteafricana o Hispania Tinguitana, con substrato hispanorromano, vándalo, alano (expulsados de la península por los visigodos) o bizantino anteriormente a la conquista islámica.
Tras Leovigildo o Recaredo, con el abandono del arrianismo por el cristianismo imperante en la sociedad de acogida, y la unificación operada por Suintila (621-631) tras la deditio o rendición vascona —siquiera parcialmente—, y la expulsión de los bizantinos de sus posesiones en el levante, (menos de las Baleares). Las distintas dinastías visigodas que se sucedieron buscaron en la herencia de la Hispania romana un nexo de unión peninsular y legitimidad secular a su reinado.
Los reinos cristianos intentaron recuperar esa unidad tras la invasión islámica del 711, disputándose la supremacía o el protagonismo como reyes católicos, buscando que fuese su reino el aglutinador o catalizador de la recuperación de la Espanna visigoda y cristiana, que fue el al-Ándalus bajo la dominación islámica o Sefarad para los judíos, en lógica geográfica peninsular y concepción unitaria político-cultural, incluida siempre Portugal.
Aclaro en el texto el elemento «disruptor» del 711. Crea la discontinuidad que no padece el reino Franco.
Cuando san Isidoro o Alfonso X nombran a España no lo hacen como concepto geográfico, sino político y emotivo, identitario y substancial. Así, si los reyes de Asturias o posteriormente León recurrieron a esa fórmula, totus Hipaniae rex, como fórmula legitimadora. El rey Alfonso X el Sabio recogió en su Escuela de Traductores de Toledo el acervo histórico y cultural de la patria visigoda, cristiana y unificada, arrebatada hacía cinco siglos, en el VIII: la Spania del planisferio del Burgo de Osma del Beato de Liébana del 1086, donde se menciona claramente a Spania en la representación física de Europa.
Alfonso X recogía en su crónica el sentimiento de pérdida heredado de obras como Spanie salus et gotorum regnum restaurari, o Salvar España y restaurar el reino de los godos, crónica albeldense del año 881, con la pérdida cristiana reciente y con generaciones que escucharon relatos familiares casi directos.
En las mismas Siete partidas de Alfonso X, un referente para la historia del derecho como compilación y continuidad del derecho romano y visigodo en la España medieval, el mismo rey cita a Espanna, así escrita, como parte del continuum legislativo; continuidad, se decía, del acervo anterior y que se recogía en la cristiandad peninsular.
La doble ene de Espanna, traslado fonético del topónimo latino Hispaniae al romance, pasó de ser una doble ene —por economía de espacio y tinta— a distintas soluciones, y derivó en castellano a la cedilla sobre la ene, nuestra eñe, a la nh galaico-asturleonesa-portuguesa o la ny valenciana, entre otros ejemplos. O, exempli gratia, «recuperar la patria», título expresivo, en la Crónica historia legionense del siglo XII, o la similar «la liberación de la patria», de Rodrigo Jiménez de Rada, siglo XIII, con título igualmente preclaro, contemporáneo a las Navas de Tolosa (1212) y partícipe de la «carga de los tres reyes» (el castellano, el navarro y el aragonés, con caballeros de León, de Portugal y de las órdenes militares) contra la invasión almohade, conjurándose los presentes «por nuestra Espanna», en la arenga del Arzobispo de Toledo, primado de España.
Qué patria era esa sino Hispania, Espanna, España?
La salida laminadora a la España secular de limitar el vocablo a un topónimo, a una etiqueta geográfica, no se sostiene, más aún cuando el propio vocablo de Cataluña se reduce a lo geográfico en un inicio (como Castilla, según recoge la propia web de la Generalitat, como «tierra de castillos») y enunciado fuera de las fronteras peninsulares. Y cuando se les llamaba «hispani» como gentilicio.
El nacionalismo catalán no quiere recordar las Navas de Tolosa (1212), como se citó, ni a Pedro II de Aragón, ni a la confabulaciones previas a la batalla, «por nuestra Espanna», ni la figura de su descendiente Jaume I y la obra Salvar España, mencionada por Jaime I de Aragón en el siglo XIII, y su salida de una reunión en París por el asunto occitano, muy airado y a viva voz: «Con ésto queda honrada toda España», escuchado por todos los presentes, según las crónicas. Ni siquiera Aragón, Reino del que era Rey. Gritó «toda España» Inequívoco; para Jaime I defender los derechos de Aragón sobre Occitania era defender la herencia hispana desde la Septimania romana y la legitimidad cristiana peninsular.
Cuando, en el siglo XIII, el Llibre dels Feyt (o Libro de los hechos) afirmaba que Cataluña «és lo mellor regne d’Espanya, el pus honrat e el pus noble», poniéndolo en boca del propio Jaime I, es obvio que no estaba haciendo referencia a un proyecto político unitario sino a un marco comparativo, aunque no únicamente geográfico; el rey en ese mismo discurso hace un llamamiento para apoyar a Castilla, amenazada por la sublevación que en 1264 protagonizaban los musulmanes andalusíes; y Jaime I apela para ello a la necesidad de salvar España, como idea y como fórmula.
Un ente político, España, que vehiculaba la idea de reconquista o recuperación del territorio peninsular en manos del musulmán, hasta el territorio norteafricano, una vez hispanorromano.
Así, España no sería un mero marco geográfico; sería «el receptáculo de una comunidad cristiana específica que está siendo amenazada y respecto a la cual el rey se siente solidario; esa solidaridad no se cursa obviamente en beneficio del proyecto hegemónico de un rey, sino a favor de una comunidad culturalmente bien definida y políticamente estructurada en una colectividad de reinos», citando a Emilio Soria .
Otrosí, del historiador catalán Pere Tomich (siglo XV) podemos recoger las palabras: «Perderem, oh dolor, la Espanya […] les comptes e reys ab lurs inmortals virtuts la recobraran», esto es: «Perderemos, oh dolor, España […] los condes y reyes con sus juros e inmortales virtudes la recobrarán».
A pesar de la falta de integración de los reinos surgidos de la resistencia cristiana al invasor musulmán, se tenía clara la naturaleza de las tierras peninsulares y la legitimidad de la reconquista del territorio perdido y de la profesión religiosa de las tierras hispanas. «Las Españas en los tiempos antiguos fueron poseídas por los reyes, sus progenitores; e que si los moros poseían agora en España aquella tierra del reino de Granada, aquella posesión era tiranía, e non juridicia. E por escusar esta tiranía, los reyes, sus progenitores de Castilla y de León siempre pugnaron por lo restituir a su señorío segund antes lo avia sido», según se recoge ad litteram de una carta de los Reyes Católicos al Sultán de Egipto, en respuesta a la solicitud de este para que cesaran las hostilidades contra los moros granadinos.
A colación de la imagen que ilustra el texto, se dirá que Alfonso X enuncia que «los de Aragon et portogaleses et gallegos et asturianos: amigos, todos nos somos españoles, et entráronnos los moros la tierra por fuerca e conquiriéronnosla, et en poco estidieron los cristianos que a essa sazón eran que non fueron derraygados o echados della», cita recogida de la ya mencionada Estoria de España.

 

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A los negadores de aquí y de allá, a los negrolegendarios «latinoamericanistas» (sic), se les recuerda que ya en la Edad Moderna y en el contexto del Nuevo Mundo «el reino de España es verdaderamente uno, aunque en señal de las victorias de sus reyes, está dividido en muchos títulos, para marcar bien la prolija y dificultosa conquista con que se ha recuperado a toda España», en crónica de Diego Fernández de Córdoba, virrey de Nueva España y virrey del Perú, de 1597.
Recordemos de nuevo que Hispania se pronunciaba Espanna, y es inequívoca las comunión entre el topónimo y la entidad política visigoda.
El elemento disruptor es —se citará de nuevo por ser cuestión nodular— la invasión musulmana, que interrumpe la continuidad del Reino visigodo y lo que podría haber sido un reino unificado geográficamente al modo del posterior reino Franco durante toda la Edad Media, germen de Francia, y que nadie discute. Del mismo modo, nadie discutiría hoy la íntima unión entre la Hispania romana y la unificación política visigoda con una España más Portugal que hubiera rechazado la invasión islámica y que podría haber llegado hasta hoy como una unidad política.
Ya en la modernidad, y «asimilada» Navarra en el 1512, entiendo a Carlos I como el primer rey de España stricto sensu —lo que conocemos como España hoy y unificados sus reinos bajo una misma corona—, como así figura en los tratados de paz con la Francia de Francisco I. Pero en su burricie negadora el independentismo también es capaz de negarlo, pese a las carátulas de los tratados, donde figuran Francia y España como sujetos de derecho y naciones que quedan sujetadas por los términos de los tratados firmados por el respectivo representante de la dinastía reinante.
Carlos I de España hablaba de su reino de este modo, para abreviar, por más que se mantuviera la enumeración de sus dignidades y reinos en la lógica de la vanidad de posesiones, títulos y legitimidad, y en un contexto imperial de amalgama de territorios dispares, tal y como enuncia el virrey Fernández de Córdoba, ya citado, en recuerdo de la acumulación «prolija» de dignidades, y con la idea clara de instaurar una dinastía de los Austrias españoles universal, o dinastía hispánica universal, motivada por el ansia evangelizadora que deviene del mandato papal de Alejandro VI, segundo Borgia, tras la firma del Tratado de Tordesillas de 1494 y la división del mundo en dos hemisferios.
La pluralidad peninsular, la profusa adición de tierras y gentes y esta mentalidad imperial de amalgama en la idea substancial de vasallaje a una corona y ampliada a los «naturales» precolombinos, precursora de la idea de ciudadanía, habla de las Españas, la España diversa imperial que habló de sí misma en plural, como solo lo haría posteriormente la Rusia moderna a partir del XVIII.
Centremos la cuestión: ¿por qué se llama en el siglo XV a la primera isla descubierta en el Nuevo Mundo La Española (y no La Castellana), a pesar de ser Castilla la protagonista del descubrimiento y conquista, y celosa del comercio y de su titularidad sobre el nuevo mundo descubierto, a las especias y otras promesas de riqueza? ¿Y a la tierra firme Nueva España, y no Nueva Castilla?
Habría una «vieja» España a la que referirse como primigenia, siquiera entonces y al menos, como idea, pretensión o anhelo, una España presente que quisieron perpetuar en las Indias y en contra de toda lógica crematística e interés localista.
Esto es lo más importante: persistía la idea de unidad, aun en «las Españas» plurales austracistas, en pos de la monarquía hispánica universal, se decía y se dirá.
La reintegración peninsular fue el leitmotiv de todos los reyes y reinos peninsulares, incluido Portugal, que intentó recuperar la Hispania Tinguitana —norte del actual Marruecos, que fue romanizada y cristiana, perteneciente a la diócesis de Toledo, última capital visigoda—, conquistando Ceuta y pereciendo su rey Sebastián en 1578 en Alzarquivir, a los 24 años y sin descendencia, en el intento de proseguir al este, origen de la segunda unificación política peninsular, la «Unión Dinástica» (1580-1640) de Felipe II (I de Portugal).
Así, conseguida la reunificación peninsular (por reconquista y/o política de casamientos), la monarquía unificada buscó plus ultra, más allá, su destino como potencia evangelizadora emanada un siglo antes en Tordesillas, como se citó. En 1580, año de la muerte de Camoes —el padre de las letras portuguesas—, se defendía a las universidades de Coimbra y Salamanca como «cabezas de Europa», esto es, «castellanos y portugueses, todos somos españoles», hispanos de herencia hispanorromana y visigoda (y celta, sueva, íbera, etc).
Los portugueses se sintieron concernidos con la idea de unidad e hispanidad hasta el siglo XVIII, formulando queja diplomática por el Tratado de Utrecht (1713), al considerar que la unidad borbónica de los reinos austracistas bajo el paraguas imperial dándole el nombre de España suponía dar el nombre del todo a la parte, y así, los dejaba fuera de la etimología hispana.
De aquellos polvos estos lodos, y aquel siglo es el origen de la asimilación de lo hispano por lo español ante propios y extraños, cuando concernía a toda la península durante toda la Antigüedad, la Edad Media y parte de la modernidad, al menos dos siglos, atendiendo a las épocas historiográficas.
Por eso, y etimológicamente, lo luso es hispano, por más que esta etiqueta pueda levantar suspicacias y requemores en estas sociedades ignorantes de su pasado y nuestra historia común.
Sea como fuere, negar la Hispanidad es el nexo común de todo nacionalismo centrífugo periférico, peninsular o novohispano filobolivariano, perpetuadores del relato negrolegendario antiespañol como necesario sustrato de sus relatos «en contra de», basamento de sus respectivas construcciones nacionales. La gente (independentistas, negrolegendarios y otras hierbas) confunde la unificación borbónica del XVIII, tras la guerra de Sucesión, con mala fe, ignorancia o ambas, y aún más los Estados-nación del XIX, negando la preexistencia de la idea de España lato sensu en el continuum histórico, contra toda evidencia y razón. Ponen el énfasis en el concepto histórico concreto de una hermenéutica «presentista» y disocian la idea de pertenencia a un rey/corona/dinastía visigoda o austracista de la del estado unificado moderno absolutista de raigambre francesa, y aquél y éste con el Estado-nación contemporáneo surgido de la Paz de Westfalia, el romanticismo y el nacionalismo cultural de Fichte, formas para definir el mismo sentir geográfico-político-cultural unitario en el tiempo, desde la caída del Imperio romano a la postmodernidad.
O eso, o Alemania e Italia no llegan a los ciento setenta años como país, ambos decimonónicos finiseculares.
Historia…
Hoy, como iberista, entiendo que las etiquetas deben ser asumibles, pero la razón histórica y la etimología de los topónimos son inequívocas.
La Portugal/España que se intentó al modo italiano y siguiendo la misma lógica penisular de Italia o Dinamarca se frustró con el cambio dinástico de Amadeo I de Saboya de 1870, en vez de la ansiada unificación dinástica en la cabeza de un monarca luso; operación frustrada, turbia, y aún no aclarada, con el elemento británico como pergeñador del fracaso de esta voluntad de unidad hispano-lusa.
Finalmente, y por rematar, a pesar de que la etiqueta histórica sería la hispana, en aras del consenso y la unidad acepto la entente de la Hispanidad y la Lusofonía (que estaría subsumida) y buscaría hoy la iberofonía cultural y la iberoesfera política, por más que Fernando Mogaburo (ver Historia de la profesión militar y sus etimologías) haya aclarado el equívoco ibérico (vocablo creado por Bory de Saint Vincent, geólogo francés) en paralelo al latinoamericano (engendro de Michel Chevalier), etiquetas ex novo y ad hoc creadas por la Francia napoleónica y la del II Imperio de Napoleón III a fin de justificar su intervención en España (1808) y Méjico (1861), respectivamente.

 

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