En el Mediterráneo de los siglos XVI y XVII el enemigo era el turco, que desde hacía más de un siglo pugnaba por hacerse dueño de la zona, teniendo como adversarios a los cristianos, encabezados por el Imperio español. Sin las fuerzas navales españolas de aquella época, hoy en día el mapa de Europa sería muy distinto. Con el objetivo de frenar el expansionismo turco, el duque de Osuna organizó una poderosa flota compuesta, principalmente, por galeones. Si bien la mayoría de los galeotes eran sicilianos o napolitanos –gente del país–, los soldados que llevaban a bordo y sus comandantes, que eran los que en definitiva daban el poder de combate a las embarcaciones, eran todos españoles.
El capitán Francisco de Ribera era el arquetipo del hombre de mar de entonces: hombre conocedor de su oficio, fogueado en mil lances y con un valor que hoy en día sería difícil de comprender. Dicha escuadra constaba de los siguientes elementos:
Para hacer frente a una hipotética invasión turca, se embarcaron a bordo de los buques un nutrido grupo de soldados españoles: unos mil mosqueteros. Esta fuerza sería vital en el combate. A mediados de 1616, la flota española, a las órdenes del capitán Francisco de Ribera y compuesta de cinco galeones y un patache, partió del Reino de Sicilia hacia las aguas del Mediterráneo oriental, con el objetivo de hostigar con acciones de corso a las naves y puertos turcos en el área entre la isla de Chipre y la histórica región de Cilicia. Los españoles navegaron hacia Chipre, entonces bajo dominio otomano, donde Francisco de Ribera dispuso que se iniciara la actividad corsaria únicamente tras haber avistado tierra. Durante la misión fueron apresados dieciséis caramuzales mercantes frente al cabo Celidonia, así como un corsario inglés en Famagusta y un gran número de embarcaciones menores en alta mar. Además, diez buques de guerra fueron hundidos o incendiados en el puerto de las Salinas, cuyas defensas fueron también arrasadas por una partida de soldados que desembarcó y ejecutó el sabotaje sin sufrir ninguna baja. El gobernador otomano de la isla, que había sido rápidamente informado de las algaras españolas, pidió la ayuda de la armada del sultán. Ribera, advertido de la inminente llegada de esta fuerza de socorro gracias a la captura de un navío mercante procedente de Constantinopla, decidió aguardar a sus perseguidores en las cercanías del cabo Celidonia, con la intención de regresar a Sicilia llevando la noticia de una gran victoria. Al cabo de unos pocos días, el 14 de julio, apareció ante el cabo una flota enemiga de cincuenta y cinco galeras con cerca de doscientos setenta y cinco cañones y doce mil efectivos a bordo.
El enfrentamiento comenzó a las 9 de la mañana, cuando las galeras musulmanas recibieron la orden de avanzar hacia los barcos españoles y abrir fuego sobre ellos. Previamente habían realizado una formación de media luna, dispuestos para rodear a las naves hispanas. Para evitar que sus buques quedasen aislados entre sí y fuesen derrotados uno a uno en unas condiciones meteorológicas de vientos leves, Ribera mandó unirlos mediante cadenas de un extremo a otro. De esta manera, el Concepción fue situado en vanguardia, seguido del Carretina, el Almiranta y el patache Santiago, mientras que los dos barcos restantes permanecían en estado de alerta. El fuego de la artillería pesada española contuvo el asalto de los turcos y los mantuvo a raya hasta el ocaso, cuando los atacantes se replegaron a sus posiciones iniciales con ocho galeras a punto de hundirse y otras muchas dañadas.
El ataque se reanudó a la mañana siguiente, cuando, después de un consejo de guerra nocturno, los otomanos se lanzaron a la ofensiva en dos secciones que, de manera separada, intentaron apresar al Concepción y al Almiranta. Atravesado el espacio de alcance de los mosquetes españoles, las galeras fueron sometidas también al intenso cañoneo de los bajeles cristianos e, incapaces de abordarlos, se vieron abocadas a retirarse por la noche con otras 10 galeras escoradas.
Aquella noche tuvo lugar un nuevo consejo de guerra, en el cual los turcos decidieron volver a intentar un asalto al amanecer. Después de un discurso con el que pretendieron incrementar la moral de sus tripulaciones, los otomanos acometieron con gran determinación y lograron aproximarse a la nave capitana de Ribera desde el ángulo más favorable para explotar su punto ciego. Sin embargo, el comandante español, que ya había previsto esa posibilidad, dio al Santiago la orden de trasladarse a la proa de su barco. Esta maniobra expuso de nuevo las galeras turcas al fuego artillero, que les infligió daños severos y finalmente las forzó a abandonar el escenario de la batalla a las tres de la tarde, con otra galera hundida, dos desarboladas y otras diecisiete gravemente dañadas o escoradas.
La flota otomana sufrió enormes pérdidas humanas y materiales, con mil doscientos jenízaros y dos mil marineros y remeros muertos, y diez galeras hundidas y otras veintitrés inutilizadas. Por su parte, los españoles contaron treinta y cuatro muertos y noventa y tres heridos, así como daños en los aparejos del Concepción y el Santiago, los cuales tuvieron que ser remolcados por las otras naves. A raíz de su triunfo, Ribera fue promovido a almirante por el rey Felipe III, que también lo recompensó concediéndole el hábito de la Orden de Santiago. Los soldados y marinos de Ribera fueron también agasajados por el virrey de Sicilia, el Duque de Osuna.
El 5 de septiembre de 1616, el duque de Osuna eleva una carta comunicando la gran victoria conseguida:
«Ni tengo por de menos servicio que la cristiandad y la Turquía conozcan que, de poder a poder, basta el de un vasallo de V.M. a pelear contra el del Turco. Juzgarán esto por demasiada arrogancia los que ni saben ni pueden hacerlo, ni más de murmurar mis acciones, no digo con designio de que las armas de V.M. no tengan el lugar que deben, pero con envidia de que el mundo vea que soy yo quien las mantiene en él… Suplico a V.M. se sirva de que el capitán Ribera tenga el que se merece, que de su persona no digo otra cosa sino que lo que ha hecho ahora lo volverá a hacer siempre que yo le enviare a ello, y de mí, que cumpliré con mis obligaciones».
El Rey, complacido, le responderá en carta fechada el 27 de octubre de 1616:
«Ilustre Duque de Osuna, primo, mi Virrey, lugarteniente y capitán general del reino de Nápoles. Por vuestra carta de 11 de septiembre y los papeles que acusa del capitán Ribera, he entendido la refriega que tuvieron los bajeles que enviasteis a Levante con las 55 galeras de la armada del Turco en el cabo de Celidonia, y he holgado mucho el buen suceso que ha tenido y el valor con que se han peleado, y ha sido facción como guiada por vuestra mano, y así os doy muchas gracias por lo bien que lo habéis dispuesto, y al capitán Ribera se las daréis de mi parte, y se queda mirando en hacerle merced, y al alférez Urquiza que trajo unos despachos».