La batalla de Centla. El bautismo de fuego de Hernán Cortés

Manuel Fuentes (Libros y lanzas)

 

Cuando, el 25 de marzo de 1519, Hernán Cortés cargó a la cabeza de sus jinetes contra los mayas chontales en los llanos de Centla, era sobradamente consciente de que estaba ante su primera batalla seria. Aquel nutrido ejército de guerreros emplumados y acolchados, que se contaba por millares, nada tenía que ver con los grupos de combatientes tribales con los que se había topado en las Antillas, ni con los fieros nativos que lo habían recibido entre zumbidos de proyectiles pétreos a su desembarco en Yucatán. Sin darse cuenta, Cortés estaba marchando hacia el primer gran encuentro violento entre el Viejo y el Nuevo Mundo.

América, remedio de perdidos

Hernán Cortés fue uno de aquellos hombres lanzados y aventurados que, como El celoso extremeño de Cervantes, «se acogió al remedio a que otros muchos perdidos […], que es el pasarse a las Indias, refugio y amparo de los desesperados de España, […] engaño común de muchos y remedio particular de pocos». El suyo fue remedio y muy particular, aunque no sin penurias. Aquel joven hidalgo de Medellín versado en leyes (que no licenciado) e inspirado en las andanzas de los césares y caballeros cristianos, depositó sus anhelos de grandeza en el navío que partió desde el puerto de Sevilla con destino a La Española en 1504, donde su paisano extremeño Nicolás de Ovando había hecho buena fortuna con la gobernación de la isla.

Con diecinueve años, a su llegada a Santo Domingo, vigoroso, enérgico y confiado en la experiencia burocrática que había adquirido durante su corta estancia en Valladolid —donde había trabajado a las órdenes de un escribano público—, Hernán Cortés esperaba poder acceder a algún puesto administrativo de cierta notoriedad y, con suerte, tocar a alguna encomienda o repartimiento de indios que le permitiera vivir holgadamente con la extracción de oro. Pero el joven extremeño se topó con la realidad: a su llegada, la isla estaba pacificada, los repartimientos cumplidos, las encomiendas adjudicadas, el oro era un espejismo y la población nativa iba en declive. Por lo pronto, pudo darse con un canto en los dientes con la concesión de una pequeña encomienda de seis nativos y una escribanía en la pequeña villa de Azua, que por aquel entonces contaría con menos de ochenta vecinos.

La oportunidad se le presentó siete años después, en 1511, cuando Diego Velázquez de Cuéllar, importante hacendado de La Española, fue enviado como «adelantado» por el virrey Diego Colón a la conquista de Cuba. El anuncio de la empresa de Diego Velázquez cayó como maná del cielo sobre Cortés y el resto de indianos fracasados que continuaban desembarcando en La Española. Aquella expedición suponía el billete de partida a una nueva vida y Cortés lo sabía, por eso tiró de carisma y corrió a ganarse la confianza de Velázquez, quien pronto tuvo a aquel joven aventurado por su mano derecha y lo nombró secretario personal.

De pobre escribano a rico hacendado

Se desconoce si Cortés participó militarmente en la pacificación y conquista de Cuba, pero resulta poco relevante, pues la resistencia de los nativos apenas fue de notar. Lo que sí fue importante (y queda por seguro) es que, a lo largo de ese tiempo, el extremeño aprendió el abecé de la guerra indiana y las reglas básicas de cómo desenvolverse en la diplomacia con los nativos, al mismo tiempo que tuvo ocasión de observar de primera mano la gestión y administración de una expedición de conquista. En este sentido, no hay duda de que su formación y posición de secretario, amén de su agudeza mental, le daban una visión mucho más holística de la empresa conquistadora de la que la pudiera tener cualquier otro conquistador de a pie.

(Fragmento del artículo publicado en el número 8 de nuestra revista. Para leer más, haz click a continuación).

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