¿Qué le atrajo de la historia de su bisabuelo?
Siempre tuve la sensación de que no se había hecho justicia. Me suscitaba mucha curiosidad saber más de lo que había pasado allí, saber si las historias que contaba el bisabuelo tenían parte de verdad o no, y siempre tuve la corazonada de que algún día, en la familia y en el pueblo, esto se conocería y saldría del anonimato y del olvido.
¿Qué franjas de edades tenían los sitiados?
Los mandos eran algo mayores, rondaban los 30, pero el resto de los hombres estaba más cerca de la veintena. Mi bisabuelo Jesús tenía 22 años cuando llegó a Filipinas y 24 cuando regresó del asedio, y era de los mayores.
¿Cómo acabaron allí?
Hubo algunos voluntarios, pero la mayoría fueron reclutados por la fuerza y enviados a un lugar del mundo que ni siquiera sabían colocar en un mapa, porque sus familias no pudieron pagar la redención del servicio militar en ultramar (400 duros, 2.000 pesetas de la época). En el caso de mi bisabuelo, le tocó ir a su hermano Venancio, pero la familia decidió que fuera él porque era el pequeño y no tenía tantas obligaciones.
¿Qué les permitió sobrevivir trescientos treinta y siete días en condiciones infrahumanas?
La propia ignorancia sobre lo que estaba ocurriendo en realidad. Ellos pensaban que, en cualquier momento, iban a rescatarles, porque ningún imperio deja tirado a todo un destacamento. Por otro lado, su apego a la vida, su esperanza de que, en cualquier momento, esa pesadilla iba a terminar, les permitió subsistir sin apenas comida, guardando la munición, cavando un pozo para conseguir agua, haciendo vigilancia las veinticuatro horas… Sus principales enemigos fueron, por un lado, la epidemia de beriberi (que hizo que murieran quince de los diecinueve fallecidos) y, por otra parte, la traición, porque seis desertores se pasaron al bando enemigo y cuatro de ellos dieron todo tipo de detalles sobre lo que ocurría dentro. Por disparos enemigos sólo murieron dos, y otros dos fueron fusilados en la iglesia la última noche del asedio.
¿Qué hicieron los supervivientes al regresar a España?
Casi todos eran gente muy humilde. Volvieron a sus lugares de origen y retomaron sus tareas de antaño. Ningún imperio trata bien a los soldados que han perdido una guerra. Aquel desastre fue el Vietnam español. España empezó a mirar para otro lado y no quiso saber nada tras el trauma que le supuso perder las últimas colonias. Su epopeya cayó en el anonimato y ellos no volvieron a reunirse en vida. Entre los supervivientes parece que hubo un pacto no escrito de silencio. Las experiencias que tuvieron que vivir serían terribles. Convivir durante casi un año en trencientos metros cuadrados, con diecinueve cadáveres al final… Había un listado donde ellos mismos podían elegir dónde les gustaría ser enterrados, y hacían apuestas sobre quién sería el siguiente. Sólo el hedor a muerte que tenía que haber entre esas cuatro paredes tuvo que ser traumático. En cuanto a su alimentación, se comieron la perrita del capitán, culebras, cucarachas, todo lo que se movía, hierbas… El hijo de otro de ellos nos contó que, en algún momento, pudieron tener tentación de probar la carne humana. Cuando vives una experiencia de esa magnitud y regresas a este mundo desde el otro lado de la muerte, intentas retomar tu vida cotidiana. Si además ves que te rechazan hasta tu pensión por invalidez, no creo que sea plato de gusto recordar nada de todo aquello.
Los infortunios de su bisabuelo no terminaron al regresar a España…
En plena guerra civil, mientras araba unas tierras en Villamayor, tiraron una bomba y quedó totalmente paralítico desde 1936. Además, durante la guerra, su hijo Fortunato, mi abuelo, fue un líder minero en la cuenca de Asturias, y tras el conflicto la familia sufrió las represalias. Esta historia cayó en el olvido hasta que, en 1945, en la campaña del cincuentenario, con España prácticamente aislada internacionalmente, se politiza el relato y se estrena la película Los últimos de Filipinas, de Antonio Román, con Fernando Rey, Manolo Morán, Tony Leblanc… Cuando se estrena, ocho de los treinta y tres supervivientes, más los dos frailes que también sobrevivieron, seguían vivos, y de esos ocho, tres habían tenido hijos que quedaron en el bando nacional, y cinco en el republicano, entre ellos mi bisabuelo. Por parte de los descendientes, hay una sensación bastante generalizada de que no se le ha hecho justicia al grupo. Parece que la derecha ha dicho «esta historia está bien como está» y la izquierda ha pensado que esto era un cuento militar imperialista. A los nacionalistas, pese a que había cuatro catalanes en el grupo, no les ha parecido interesante; ni a los canarios, ni a los valencianos… La política ha hecho mucho daño a la historia de España, la que traspasa su época, porque es el sitio militar más duradero de la historia moderna. No hay parangón de un episodio militar similar, donde acaben vencedores y vencidos reconociéndose mutuamente.
¿Qué queda hoy de su historia?
Los descendientes de los héroes de Baler continuamos la lucha contra el olvido. Ciento quince años después, nos negamos a rendirnos. Ellos lucharon dentro de aquellas cuatro paredes para que no se les olvidara allí, y así lograron sobrevivir, y esa lucha nos la han contagiado y la vamos a mantener. Cuanto más se conozca de aquello, mejor, no solo para los descendientes de Baler, sino para los españoles en general. El desastre explica muchas de las cosas que han pasado en el siglo XX en este país: es entonces cuando surgen los nacionalismos vasco y catalán, y hay quien dice que fue incluso el preludio de la guerra civil, tras el trauma de haber perdido la grandeza imperial.
¿Cuál es la principal lección que deberíamos aprender de aquel suceso y del oscurantismo con que se ha gestionado después lo que allí sucedió?
Yo me he quedado con varias cosas. Una es que hay que tener la humildad en las victorias, como la tuvieron los filipinos, de saber reconocer al otro y estar a la altura de la humanidad; también hay que tener la dignidad en la derrota, como la tuvieron los nuestros, de no capitular y, si era preciso, morir matando. A mí me ha enseñado que en la vida no hay que mirar en términos de vencedores y vencidos. Aquello nos tiene que servir para reflexionar sobre cómo somos los españoles ante nuestra propia historia, y darnos cuenta, hoy en día, de que somos capaces de destruir nuestros mayores logros, y de sacarnos los ojos los unos a los otros antes de reconocer nuestros propios méritos. El libro de Martín Cerezo El sitio de Baler: notas y recuerdos, considerado la fuente oficial de lo que allí ocurrió, se tradujo al inglés en 1910 y se convirtió en lectura recomendada en West Point y en todas las academias militares de Estados Unidos, sobre cómo te tienes que atrincherar, cómo tienes que organizar los turnos de vigilancia… Si esto hubiera sido historia de Estados Unidos, Francia, Alemania o Reino Unido, probablemente se enseñaría en las escuelas. El sitio de El Álamo fueron dos semanas y lo conoce cualquiera, y sin embargo entre los españoles…
¿Qué tendría que pasar para que por fin se haga justicia a aquellos héroes?
Bastaría con darle una Cruz Laureada de San Fernando colectiva a la tropa, que es lo que en su momento tenía que haberse hecho. Nunca es tarde si la dicha es buena. Que el propio médico Rogelio Vigil de Quiñones no tenga una laureada, él, que fue un auténtico héroe entre los héroes, porque combatió la epidemia del beriberi… Con eso se les reconocería el valor militar que tuvieron. Por otra parte, poco a poco se les está haciendo justicia al rescatarles del olvido en sus lugares de origen, dando su nombre a una calle, levantándoles un mausoleo o con otras iniciativas similares.
En 1993, con 21 años, viajó por primera vez a Baler. ¿Qué sensaciones vivió allí?
Yo acababa de terminar la carrera y tenía que hacer la mili. Con unos amigos, decidí iniciar un viaje por Asia. Primero fuimos desde China a Bangkok, y luego la idea era volver a Filipinas y, de nuevo, a China, donde estábamos trabajando en una universidad. En Tailandia me caí de una moto y me hice una herida grave en el pie. Estuve inmovilizado dos semanas y, con la humedad, la herida no cicatrizaba. En cuanto pude moverme, le dije a mis amigos que me iba a Baler y que allí les esperaría. Pasé por el Instituto Cervantes de Manila, donde hice acopio de un montón de libros sobre la historia colonial y los últimos de Filipinas, y me fui a Baler, cruzando la selva en un jeep atestado de gente, a través de las montañas. Al llegar allí, sólo había una casa de huéspedes, donde me alojé. Llovía a mares y estuve dos semanas leyendo sin parar. Tenía prácticamente la misma edad que mi bisabuelo, que también se llamaba Jesús, cuando él salió de Baler cojo, con una herida de bala en el talón del pie izquierdo, que no cicatrizaba. Aquella sensación de vagar por el pueblo, por la iglesia, por la playa, leyendo y sintiéndome tan lejos de casa, me hizo ponerme en el lugar de lo que él había podido vivir allí… Fueron unas semanas que me marcaron de por vida. Me conectaron con él, con la historia de la familia, con el afán por aprender historia, con el mundo del periodismo y de la comunicación, con las ganas de mirar más allá de lo que uno puede ver a simple vista.
2 comentarios
Españoles de bien: apagar el televisor, encended el cerebro. Tenemos una deuda con los que dieron su sangre y su vida por España. La única manera de que sean eternos es no olvidarlos.
Gracias por esta publicación y enhorabuena por el trabajo que hacéis 👍