En breve, Laus Hispaniae pondrá a vuestra disposición un nuevo especial dedicado al descubrimiento de América. Como anticipo os ofrecemos esta entrada en la recordamos la epopeya del conquistador español Francisco de Orellana, que protagonizó uno de los episodios más apasionantes de entre todos los que se llevaron a cabo en el contexto de los viajes de exploración realizados por los europeos durante los siglos XV y XVI. Su extraordinaria hazaña, a pesar de su aparente fracaso, sirvió para revelar al mundo un enorme e inexplorado territorio que, hoy en día, sigue teniendo una importancia capital para la humanidad. Por este motivo, Francisco de Orellana merece ocupar un puesto especial en nuestra memoria histórica, como el protagonista de una inolvidable aventura que llevó a un grupo de españoles a recorrer, por primera vez, el río Amazonas.
Para comprender su gesta tenemos la suerte de contar con abundantes fuentes, debido, en parte, a la cantidad de cronistas que nos informaron de su biografía. Es el caso de Gaspar de Carvajal o Gonzalo Fernández de Oviedo, cuya obra, Historia general y natural de las Indias, es fundamental para conocer su travesía. Según estas fuentes, la expedición fue organizada por Gonzalo de Pizarro, quien partió desde Quito a principios de 1540 al frente de trescientos españoles y unos cuatro mil indios. Según Gonzalo Fernández de Oviedo: «Desde allí determinó de ir a buscar la Canela y a un gran príncipe que llaman El Dorado, de la riqueza del cual hay mucha fama en aquellas partes. Preguntado yo por qué causa llaman aquel príncipe, cacique o rey Dorado, dicen los españoles que en Quito han estado, y aquí en Santo Domingo han venido… que de esto se ha entendido de los indios, es que aquel gran señor o príncipe anda cubierto de oro molido y tan menudo como sal molida, porque le parece a él que traer otro cualquier atavío es menos hermoso».
Para este tipo de viaje, Gonzalo Pizarro solicitó los servicios de uno de sus hombres de confianza, y por eso, antes de partir rumbo hacia el este, dejó órdenes precisas para que Francisco de Orellana, que venía desde Guayaquil acompañado por una veintena de hombres y un puñado de caballos, lo alcanzara por el camino. Una vez juntos, Pizarro y Orellana afrontaron el espantoso cruce de los Andes, con tal mala suerte que, en su momento más crítico, se produjo un feroz terremoto, provocando la muerte de algunos de sus hombres. A partir de ese momento la marcha se hizo más lenta, especialmente cuando tuvieron que atravesar la inhóspita selva, cruzar caudalosos ríos y combatir los ataques de tribus hostiles. Para colmo, pocas semanas después, los castellanos empezaron a sufrir enfermedades tropicales, y las inclemencias de un clima y unos insectos que hicieron de esta travesía una auténtica prueba de fuego para unos hombres acostumbrados a lidiar con situaciones adversas.
Otro historiador español, Agustín de Zárate, en Historia del descubrimiento y conquista de la provincia del Perú, describió más adelante los terribles padecimientos soportados por los expedicionarios:
«Y después de partidos de estas poblaciones, pasó unas cordilleras de sierras altas y frías, donde muchos de los indios de su compañía se quedaron helados. Y a causa de ser aquella tierra falta de comida, no paró hasta una provincia llamada Zumaco, que está en las faldas de un alto volcán, donde, por haber mucha comida, reposó la gente, en tanto que Gonzalo de Pizarro, con algunos de ellos, entró por aquellas montañas espesas a buscar camino… Dejando Gonzalo Pizarro en esta tierra de Zumaco parte de la gente, se adelantó con los que más sanos y recios estaban, descubriendo el camino según los indios les guiaban, y algunas veces por echarles de sus tierras les daban noticias fingidas de lo de adelante, engañándolos, como lo hicieron los de Zumaco, que les dijeron que más adelante había una tierra de gran población y comida, la cual halló ser falso, porque era tierra mal poblada, y tan estéril, que en ninguna parte de ella se podía sustentar, hasta que llegó a aquellos pueblos de la Coca, que era junto a un gran río, donde paró mes y medio, aguardando a la gente que en Zumaco había dejado… Y así, fueron caminando por una montaña hasta la tierra que llamaron de Guema, que era algo rasa, y de muchas ciénagas y de algunos ríos, donde había tanta falta de comida, que no comía la gente sino frutos silvestres…».
Por fin, después de un año vagabundeando por lo más recóndito de la selva tropical, lograron llegar a un enorme río y decidieron construir una embarcación para desplazarse con mayor rapidez. Acuciados por la necesidad, movilizaron todos sus recursos e imaginación para fabricar un pequeño bergantín, valiéndose de la madera de los majestuosos árboles que les rodeaban y de los clavos que lograron extraer de las herraduras de sus caballos muertos. Pero las perspectivas no fueron buenas desde el principio, y además los indígenas les advirtieron de la existencia de enormes territorios despoblados, donde los españoles sólo podían esperar una muerte segura.
En un último intento para poder abarcar más terreno y encontrar una salida a tan crítica situación, los españoles decidieron dividirse en varios grupos. Francisco de Orellana tomó entonces la iniciativa, y se ofreció para adelantarse con más de cincuenta hombres, cuyos nombres conocemos gracias a la obra de Oviedo, y así navegar río abajo para inspeccionar más rápidamente el lugar, a la espera de volver unos días después para recoger a Pizarro que, lentamente, empezó una penosa marcha hacia ningún lugar. Orellana logró llegar a la confluencia con el Aguarico y el Curaray, pero allí se quedó sin provisiones, algo que le obligó a tomar una drástica decisión. Ante la imposibilidad de remontar la fuerte corriente de los ríos, y convencido como estaba de la inminente sublevación de sus hombres, decidió no volver al encuentro de Gonzalo Pizarro. Este, ante la falta de noticias, decidió dar media vuelta y regresar a Quito siguiendo una ruta distinta a la utilizada hasta ese momento. Después de dos años, lograría, por fin, llegar al punto de partida, acompañado por menos de cien hombres famélicos, enfermos y derrotados, pero con la sensación de haber tocado con la punta de sus dedos el límite de ese reino maldito, El Dorado, por cuya búsqueda habían muerto ya tantos españoles.
Mientras tanto, Francisco de Orellana optó por navegar río abajo, pero para un viaje tan largo decidió construir una nueva embarcación, lo suficientemente grande como para poder recorrer cerca de cinco mil kilómetros, a lo largo de los ríos Coca, Napo, Trinidad y, el más largo de todos, el Amazonas, donde entró en contacto con distintas culturas y grupos indígenas, que en ninguna ocasión le dieron la más mínima información sobre la ubicación del reino de El Dorado. Tal y como podemos leer en la obra de su paisano Carvajal, durante su trayecto muchos grupos indígenas salieron a su encuentro para auxiliar a los españoles con víveres y provisiones, pero una de estas tribus recibió a los conquistadores de forma poco amistosa. Estaba formada por lo que ellos consideraron como unas mujeres guerreras, las amazonas, que les atacaron dando muestras de una inusitada habilidad en la utilización del arco. Del nombre de esta tribu, derivaría después la denominación del río, aunque hay quien piensa que estas guerreras no fueron sino grupo de hombres barbilampiños y con el pelo largo, algo que definitivamente terminó confundiendo a los conquistadores.
Después de siete meses de padecimientos, Francisco de Orellana llegó a la desembocadura del río Amazonas el 25 de Agosto de 1542. Posteriormente decidió regresar a España, donde consiguió ser nombrado por Carlos I gobernador de las tierras descubiertas con el nombre de Nueva Andalucía. Con el apoyo de la Corona, planificó una nueva expedición hacia la Amazonía, en la que se darían los primeros pasos en la conquista de este vasto territorio que desde entonces, y hasta nuestros días, sigue cautivando a todos los que, por uno u otro motivo, han decidido sumergirse en este inhóspita región que aún se resiste a ser domada.