Muy pronto, la paz y la tranquilidad de este humilde personaje se vieron turbadas por las noticias que empezaron a llegar a Valencia. Cada vez eran más insistentes los rumores que hablaban sobre la ocupación francesa de España, pero estos no se vieron confirmados hasta el día 23 de mayo de 1808. Desde días atrás, la pequeña placeta de les Panses se había convertido en lugar de reunión de unos vecinos que observaban con preocupación las noticias procedentes de Madrid. La situación ya era tensa días antes de que los valencianos decidiesen declarar la guerra a los franceses, porque no eran pocos los que ya habían exorado al pueblo para que defendiese sus tierras y se pusiese en contra del francés, entre ellos el padre Rico de la pequeña pedanía de Beniferri. Por las calles de Valencia empezaron a circular unos pasquines en los que se podía leer: “La valenciana arrogancia / siempre ha tenido por punto / no olvidarse de Sagunto / y acordarse de Numancia. / Franceses idos a Francia, / dexadnos en nuestra ley, / que en tocando a Dios y al Rey, / a nuestras casas y hogares, / todos somos militares, / y formamos una grey”.
De esta forma llegaba el día 23, en el que una multitud se congregaba en la plaza para ser consciente de una fatídica noticia. El rey de España había abdicado en favor de Napoleón. De repente, un sepulcral silencio se apoderó de todos los presentes; sin embargo, esa quietud no tardó en quebrarse cuando un individuo anónimo levantó la voz y encendió los ánimos del pueblo de Valencia al grito de “¡viva Fernando VII!”. Pocos minutos después, las calles de la ciudad del Turia rugían por el sonido ensordecedor de miles de patriotas que, envalentonados, se dirigían hasta la Casa de la Audiencia (hoy Palacio de la Generalidad) proclamando su lealtad a la legítima monarquía española. Una vez allí, observaron apesadumbrados el patético espectáculo protagonizado por unos políticos mediocres que no se decidían, por falta de valor, a declarar la guerra a aquel que ya había sometido a toda Europa. Ante dicha situación, el pueblo de Valencia envió un representante, el franciscano Rico, con la intención de firmar un acuerdo por el que la ciudad, después de hacer ondear la bandera como acto de declaración de guerra, se comprometía a reclutar a los hombres jóvenes, entre 16 y 40 años, para luchar por la causa de su rey: Fernando VII.
Mientras dentro se mostraban indecisos, el Palleter, fuera, entre la multitud, se desenrolló la faja encarnada que llevaba ceñida, la troceó y la repartió entre sus compañeros; guardando el trozo más grande para sí mismo, lo puso en la punta de una caña; a ambos lados colocó una estampa, en uno de la Mare de Déu dels Desamparats (La Virgen de los Desamparados) y en el otro de Fernando VII, que había conseguido en el comercio de un tal Beneyto. Enarboló Vicente Doménech su «bandera» entre aclamaciones de todo tipo que no cesaban a su alrededor y se dirigió hacia la Plaza del Mercado. Llegó a la casa donde se vende papel sellado y pidió que se lo entregaran todo; y tomando un pliego, subió sobre una silla, lo rompió ante una multitud y proclamó a gritos: «¡Un pobre palleter li declara la guerra á Napoleón: viva Fernando VII, y muiguen els traïdors!”.